El embarazo juvenil y prejuvenil es una bola de cristal que presagia una vida de pobreza.
Columna| 19 de febrero 2022
En medio de las acusaciones contra Piedad Córdoba, las declaraciones de Aida Merlano y la tensión entre Rusia y Ucrania, corre el riesgo de pasar inadvertido un dato al que este periódico le dedicó un titular de primera página, pero al que el país no parece prestarle mucha atención.
Según el último ‘Boletín técnico de estadísticas vitales’ del Dane, entre enero y octubre de 2020 y el mismo lapso de 2021 hubo un incremento del 19,4 % en los nacimientos producto de embarazos de niñas menores de 14 años. En cifras absolutas, un promedio de tres partos diarios. Y el número de nacimientos entre adolescentes de 14 a 19 años, aunque tuvo una leve reducción del 2,3 %, sigue siendo alto: 91.251 casos en el mismo periodo.
Quizá porque seguimos bajo el influjo de nociones católicas, como la de que todo embarazo es una “bendición”, o populares, como la de que todo niño “trae el pan bajo el brazo”, estas cifras no nos alarmen tanto como deberían. Pero son gravísimas. Primero, porque es probable que detrás de muchos de esos embarazos haya, además, un caso de abuso sexual. Segundo, porque esos nacimientos proyectan una amarga sombra no solo sobre la vida de la madre, sino sobre el futuro del recién nacido, e incluso sobre toda la sociedad.
Las consecuencias negativas del embarazo juvenil y prejuvenil, tanto a nivel individual como colectivo, son imposibles de exagerar. La mayoría de los casos se dan entre mujeres pobres o vulnerables, a quienes la maternidad temprana les interrumpirá la escolaridad, lo que les cierra las puertas de un trabajo bien pagado. Aun cuando la madre cuente con el apoyo del padre, cosa para nada segura, el niño o la niña crecerá en un hogar con severas limitaciones para producir ingresos. Y el problema no termina ahí, apenas comienza.
Quizá la persona que más se haya preocupado por este tema en la prensa colombiana sea el columnista de ‘El Heraldo’ Ricardo Plata Cepeda, quien suele citar una investigación de hace unos años del centro de pensamiento Fundesarrollo. El estudio, realizado en el Atlántico, concluyó que hay cuatro factores que permiten predecir la probabilidad de que un niño se encuentre en estado de desnutrición crónica. Dos de ellos son la corta edad y la baja educación de la madre (los otros son el número de hijos y el orden de nacimiento).
La desnutrición infantil, como sabemos por otros estudios, puede llegar a causar problemas cognitivos, que frenan el desarrollo del niño y afectan su capacidad de aprendizaje. Con el tiempo, ese menor nivel educativo le cierra al joven las puertas del mercado laboral, tal como le pasó a su mamá. De ese modo se perpetúa el ciclo: la siguiente generación seguirá predestinada a la precariedad, y así sucesivamente.
En contextos de pobreza, en síntesis, el embarazo juvenil y prejuvenil es prácticamente una bola de cristal. Permite adivinar muchas cosas sobre lo que la vida les depara a los niños que llegan al mundo en esas circunstancias. Y nada de lo que muestra la bola es favorable.
Los problemas sociales más importantes son complejos, multicausales y se resisten a soluciones expeditas. Tienen chaleco antibalas de plata. Este no es la excepción. Pero, aunque no sea propiamente un proyecto sencillo, la prevención del embarazo adolescente es tal vez uno de los mangos bajitos de la lucha contra la pobreza: un fruto que la sociedad puede recoger rápidamente si nos ponemos a la tarea. Para eso se necesitan, como siempre, educación y pedagogía, pero también medidas más materiales, como masificar la disponibilidad de métodos de planificación reproductiva gratuitos para adolescentes de ambos sexos. La maternidad prematura no es ninguna bendición, y lo que traen bajo el brazo sus retoños no es pan, sino hambre.
El Tiempo
Por: Thierry Ways